Eduardo Gil

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Una poética de la indistinción.


Paula Bertúa


El Borda - Eduardo Gil. Ediciones ArtexArte. Buenos Aires, Argentina, 2023

En la novela Lost Children Archive, de Valeria Luiselli, la protagonista encuentra en los retratos y paisajes del fotógrafo estadounidense Emmet Gowin una particular forma de fotografiar, el pertinaz ejercicio de una mirada extendida entre el acercamiento y la demora, que hace de la observación de lo cotidiano un acontecimiento. Se dice que Gowin se tomaba su tiempo para observar las cosas en lugar de imponerles su punto de vista; por eso es que solo después de mirar sus fotografías durante un largo rato estas adquieren su verdadero significado, "como cuando atravesamos un túnel en el coche, contenemos la respiración supersticiosamente, y cuando alcanzamos el final del túnel, el mundo se abre ante nosotros, inmenso e inasible", nos dice la voz narradora. Un sentimiento parecido de apertura y lenta revelación producen las fotografías del ensayo El Borda, tomadas por Eduardo Gil entre 1982 y 1985, cuando asiste semanalmente al famoso hospital de Psiquiatría, llevando adelante un taller para los internos. Esas visitas resultaron una experiencia vital y existencial transformadora, donde la fotografía fue tan solo la excusa para el intercambio de sentimientos, sensaciones y narrativas entre los participantes de los encuentros. Eduardo Gil registró minuciosamente mediante una extensa serie fotográfica a los personajes, los espacios e historias que habitaban el hospital. En sus fotos emerge un modo de relación con el mundo donde no hay jerarquías entre lo que merece más o menos ser motivo de la mirada, entre sujeto y objeto o entre imagen y palabra. Esa indistinción funda una apuesta estética y política donde las entidades se funden a partir de las percepciones, emociones y sensaciones que atravesaron la experiencia del fotógrafo en El Borda. Así, con mayúsculas y sin calificativos o adjetivaciones, el nombre propio de este conjunto de fotografías elaboradas pacientemente -mediante toma directa, sin retoques ni manipulación- se ofrece a una pluralidad de sentidos no suturados por las lecturas más consabidas que el documentalismo humanista mejor reputado ha revelado siempre que se acerca a alguna forma de otredad.

Las fotografías sobre el Borda resultan significativas dentro de la trayectoria de Eduardo Gil; con ellas inicia un trabajo de largo aliento que culmina con el libro (argentina), en sus palabras, "una metáfora de lo que fue el país desde la post-dictadura hasta la actualidad". Su actividad en el hospital halla su origen y motivación en el clivaje de una serie de experiencias profesionales y vitales ocurridas unos años antes y que impactaron profundamente en la sensibilidad artística y el compromiso político de Gil: un primer viaje por Latinoamérica en 1979, donde se relaciona con el grupo vanguardista Contacta en Perú, cuyo manifiesto proponía una integración total de las artes con las prácticas masivas y la vida cotidiana; el paso por la carrera de Sociología en la Universidad de Buenos Aires; el inicio del dictado de sus talleres de estética fotográfica; o los cursos de extensión impartidos en la Facultad de Psicología. Por esos años sucedía también su reconocida intervención en El Siluetazo, simultánea a la serie sobre el Borda, que constituye un registro fotográfico insoslayable en la historia visual argentina, el documento de una acción estético-política que logró simbolizar la desaparición en tiempos de dictadura. Representación de la representación, las fotografías de Gil se inscriben, a su tiempo y mediando, en el debate sobre lo que puede ser representado, sobre cómo dar testimonio de una ausencia. En buena medida la tarea del fotógrafo en el hospital fue condición de posibilidad de ese "poner el cuerpo" a favor del registro de las siluetas de esos cuerpos ya que su acercamiento a la Plaza de Mayo en septiembre de 1983 fue motivado por la gente del Borda, que participaba de las Marchas de la Resistencia organizadas por madres, familiares y abuelas de Plaza de Mayo, a través del Movimiento Solidario de Salud Mental.

En términos amplios, la serie El Borda puede enmarcarse dentro de lo que conocemos como ensayo fotográfico: las imágenes que la componen arman un cuerpo voluminoso y consistente animado por una voluntad narrativo-documental y por un interés hacia temáticas de tipo social relacionadas con sectores, colectivos o minorías silenciados, con reivindicaciones donde se imbrican los órdenes ético, político y estético. En tanto ejercicio de conocimiento de lo humano, el ensayo de Eduardo Gil trama un relato donde la actividad fotográfica, ligada a la crítica, al análisis y al montaje se articula con una comprensión implicativa del observador, que se siente interpelado por lo que le ofrece la perspectiva del fotógrafo. Pero al mismo tiempo Gil desplaza ciertas fronteras en sus modos de ver y relacionarse con el mundo que fotografía y desbarata así las jerarquías fijadas por un orden social y consensual que espera una mirada comprometida a la vez que suficientemente distanciada como condición de posibilidad de acceso a lo fotografiado, entendido como una realidad ofrecida, sin más, al pulso del obturador y al ojo del fotógrafo. Podríamos decir que la mirada de Gil se muestra reticente a toda forma de arte representativo en un doble sentido -el de hablar en nombre de otros y el de proponer un abordaje demasiado directo de lo que se presenta-, y desdibuja de este modo las fronteras entre arte y vida, entre razón y sensibilidad.

Al igual que en las fotografías de su obra temprana sobre distintos enclaves y comunidades latinoamericanos, que prefiguran un tipo de acercamiento sensible, en El Borda Gil se detiene sobre la calidad de cada acontecimiento desde un lugar que descentra su posicionamiento subjetivo, a partir de una experiencia ética de desidentificación; su identidad se traslada o multiplica a los distintos modos de existencia del mundo con el que se relaciona: las personas, los objetos, los espacios, las atmósferas afectivas y lumínicas. Varios registros estéticos se entrelazan en la escena de El Borda: la suspensión de los parámetros de adecuación entre fondo y figura, entre imagen y texto, entre realidad y ficción. En principio, porque las densas descripciones de los ambientes fotografiados no están destinadas a mostrar a los internos en las condiciones de hacinamiento y degradación que habitualmente caracterizan las formas de vida en los establecimientos públicos de salud mental. En las escenas de Gil, hay entre fondo y figura una sutil imbricación, no esencial, por la que los personajes no asumen un mayor protagonismo que los espacios u objetos; devienen juntos, comparecen. Bajo esta forma de registro, el Borda conforma una comunidad compleja que pone en relación personas, espacios, zonas de luz y sombra, que es la medida del paso del tiempo. Así, por ejemplo, los pabellones de arquitectura austera y simétrica tienen el mismo estatuto que los sujetos que los habitan o transitan, que los bodegones improvisados de utensilios de uso cotidiano, que la luz del sol recortada por los ventanales en los pasillos interiores. En estas imágenes podemos ver realizada la famosa afirmación de Walter Benjamin según la cual "la naturaleza que habla a la cámara es distinta de la que habla a los ojos". Distinta porque en los cortes que efectúa la fotografía se percibe el todo en simultáneo. Entonces, allí donde el ojo jerarquiza, la cámara -por un principio de indeterminación- democratiza. En este sentido, Eduardo Gil se somete a la lógica del dispositivo.

Luego, si los ensayos fotográficos tradicionalmente suscriben a un régimen altamente codificado donde ciertos signos fijos transmiten sin ambigüedad lo que se pretende comunicar, las fotografías de Gil exceden la correspondencia entre hechos, ideas y visualidad a partir de una exploración particular de la relación entre palabras e imágenes: las primeras no explican, aclaran, ni complementan a las segundas sino que emergen como significantes urgentes y situados que piden ser leídos en el desborde de las fronteras entre arte y vida. "Soy hombre puedo tener familia?"; "Ojalá me pueda ir pronto"; "Lo que necesitamos es los familiares que nos visiten"; "El amor es lindo" "Y ahora ¿qué?": la serie de grafittis anónimos, colectivos, inscriptos en los muros del hospital traman una narrativa que expresa la voz de un común, con sus deseos, miedos, inquietudes y vacilaciones.

Por último, las fotografías de El Borda se despliegan en un cruce e indiferenciación entre los registros documental y ficcional. Porque si, por una parte, son el testimonio de algo que sucedió allí y certifican asimismo la presencia del fotógrafo, por otra dejan entrever la imaginación de muchos mundos posibles, fundados en la difusa frontera que separa la realidad de la fábula y donde la fotografía, en su apego literal a las cosas, paradójicamente se afirma como una puesta en escena, una teatralización sobria a la vez que inocultable. En esa zona transcurre toda una serie de eventos e historias habitadas por personajes como el Mariscal, que posa ante la cámara engalanado con sus distinciones, por escenografías caseras, coreografías y disfraces de los festejos del día de la primavera, o por las salidas a lugares tan incongruentes con sus visitantes como la República de los Niños. La mirada de Eduardo Gil no elude la incomodidad de esta escena, que se desarrolla con la inquietante extrañeza que solo las buenas historias son capaces de transmitir. Una historia que encuentra la forma de narrar cómo una comunidad excéntrica experimenta en un escenario de fantasía un mundo más amable que el que les es cercenado en su cotidianidad. La fotografía puede también ser un estado de excepción.